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La prueba del cielo

el viaje de un neurocirujano a la vida después de la muerte

About The Book

EL CASO DE UN CIENTÍFICO A FAVOR DE LA V IDA DESPUÉS DE LA MUERTE

Miles de personas han tenido experiencias cercanas a la muerte, pero los científicos han sostenido de que son imposibles. El doctor Eben Alexander era uno de esos científicos. Un neurocirujano altamente entrenado, Alexander sabía que las experiencias cercanas a la muerte se sienten reales, pero que simplemente son fantasías producidas por el cerebro bajo un estrés extremo.

Luego, el cerebro del propio doctor Alexander fue atacado por una extraña enfermedad. La parte del cerebro que controla los pensamientos y las emociones —y en esencia nos hace humanos— se le apagó por completo. Estuvo en coma durante siete días. Entonces, mientras sus médicos consideraban parar su tratamiento, los ojos de Alexander se abrieron. Volvió.

La recuperación de Alexander es un milagro médico. Pero el verdadero milagro de su historia yace en otro lugar. Mientras su cuerpo estaba en coma, Alexander viajó más allá de este mundo y se encontró con un ser angelical que lo guió a los terrenos más profundos de la existencia suprafísica. Allá conoció a, y habló con, la fuente Divina del universo.

La historia de Alexander no es una fantasía. Antes de comenzar su viaje, no podía reconciliar su conocimiento de la neurociencia con ninguna creencia del cielo, Dios ni el alma. Hoy en día, Alexander es un médico que cree que la verdadera salud se puede adquirir solo cuando nos damos cuenta de que Dios y el alma son reales y la muerte no es el final de la existencia personal, sino solo una transición.

Esta historia sería extraordinaria sin importar a quién le haya ocurrido. Que le haya ocurrido al doctor Alexander la hace revolucionaria. Ningún científico ni persona de fe la podrá ignorar. Leerla te cambiará la vida.

Excerpt

La prueba del cielo PRÓLOGO
Un hombre debería buscar aquello que es, y no aquello que él cree que debería ser.

—ALBERT EINSTEIN (1879–1955)

De niño, a menudo soñaba con volar.

La mayoría del tiempo, me encontraba parado en mi jardín en la noche, mirando las estrellas, cuando de la nada empezaba a flotar hacia arriba. Las primeras pulgadas ocurrían automáticamente. Pero pronto notaba que cuanto más alto estaba, más dependía de mí mismo mi progreso —de lo que yo hacía. Si me emocionaba por demás, y me dejaba llevar por la experiencia, me desplomaba de nuevo a la tierra . . . con fuerza. Pero si me quedaba tranquilo, y me lo tomaba paso a paso, entonces seguía adelante, cada vez más rápido, hacia el cielo estrellado.

Quizá esos sueños fueran parte de la razón por la cual, al crecer, me enamoré de los aviones y los cohetes —de cualquier cosa que pudiera llevarme de nuevo allá arriba, al mundo encima de este. Cuando nuestra familia volaba, mi cara estaba plana contra la ventanilla del avión desde que despegábamos hasta aterrizar. En el verano de 1968, cuando yo tenía catorce años, gasté todo el dinero que había ahorrado cortando el césped de casas en un curso de planeador ligero con un tipo llamado Gus Street en Strawberry Hill, un pequeño “aeropuerto” con una pista de grama al oeste de Winston-Salem, Carolina del Norte, el pueblo donde crecí. Todavía recuerdo el latir de mi corazón al jalar la gran perilla de color rojo cereza que desenganchaba la cuerda que me conectaba con el avión remolcador y llevaba mi planeador ligero hacia el campo. Fue la primera vez que me sentí realmente solo y libre. Muchos de mis amigos sentían eso con los autos, pero en mi mundo, estar a mil pies de altura en un planeador ligero era una emoción cien veces mayor.

En la década del setenta, en la universidad, fui parte del equipo de deporte de paracaidismo de la Universidad de Carolina del Norte. Se sentía como una hermandad secreta —un grupo de personas que sabía de algo especial y mágico. Mi primer salto fue aterrador, y el segundo aún más. Pero para el salto número doce, cuando pasé la puerta y tuve que caer por más de mil pies antes de abrir mi paracaídas (mi primera “demora de diez segundos”), supe que este era mi lugar. Hice 365 saltos en paracaídas en la universidad y más de tres horas y media en caídas libres, en general en formaciones con hasta veinticinco compañeros de salto. Aunque dejé de saltar en 1976, seguí disfrutando sueños vívidos sobre el paracaidismo, que siempre fueron agradables.

Los mejores saltos a menudo eran antes de caer la tarde, cuando el sol comenzaba a hundirse en el horizonte. Es difícil describir lo que sentía en esos saltos: una sensación de estar cerca de algo que nunca pude nombrar, pero de lo que sabía que tenía que tener más. No era necesariamente la soledad, porque la manera en que saltábamos no era tan solitaria. Éramos cinco, seis, hasta diez o doce personas saltando a la vez, construyendo formaciones de caída libre. Cuanto más grandes y desafiantes, mejor.

Una hermosa tarde otoñal de sábado de 1975, el resto de los paracaidistas de UNC y yo nos juntamos con algunos de nuestros amigos en un centro de paracaidismo en el este de Carolina del Norte para hacer algunas formaciones. En nuestro penúltimo salto del día, de un D18 Beechcraft a 10.500 pies, hicimos un copo de nieve de diez hombres. Logramos estar totalmente en formación antes de pasar los 7.000 pies, y así pudimos disfrutar dieciocho segundos completos de vuelo en formación bajo un abismo transparente entre dos enormes nubes cúmulo antes de desarmar y separarnos a 3.500 pies para abrir nuestros paracaídas.

Para cuando llegamos al suelo, el sol se había puesto. Pero al apurarnos y subir a otro avión y rápidamente despegar de nuevo, pudimos subir de nuevo a los últimos rayos del sol e hicimos un segundo salto en el atardecer. Para este, dos miembros nuevos tenían su primera oportunidad de volar a la formación —es decir, unirse a ella desde afuera en vez de ser el hombre de base o sujetador (lo cual es más fácil porque básicamente solo tienes que caer derecho hacia abajo mientras todos hacen maniobras a hacia ti). Para los dos miembros nuevos era emocionante, pero también lo era para los que éramos más veteranos, porque estábamos armando el equipo y brindándole más experiencia a los paracaidistas que luego estarían capacitados para hacer formaciones aún más grandes con nosotros.

Yo iba a ser el último hombre en saltar en una prueba de seis hombres sobre las pistas de un pequeño aeropuerto a las afueras de Roanoke Rapids, Carolina del Norte. El tipo justo enfrente mío se llamaba Chuck. Chuck tenía algo de experiencia en relative work o RW —es decir, construir formaciones de caída libre. Todavía estábamos a la luz del sol a 7.500 pies, pero a una milla y media debajo de nosotros ya se estaban prendiendo las luces de las calles. Los saltos en el ocaso siempre eran sublimes, y este claramente iba a ser uno hermoso.

Aunque yo estaría saliendo del avión solo un segundo detrás de Chuck, tendría que moverme rápidamente para alcanzar a los demás. Volaría de cabeza derecho hacia abajo durante los primeros siete segundos. Esto me haría caer casi cien millas por hora más rápido que mis amigos para llegar a estar ahí con ellos después de que hubieran armado la formación inicial. El procedimiento normal de saltos RW consistía en que todos los paracaidistas se desconectaran al llegar a los 3.500 pies y se apartaran de la formación para lograr una separación máxima. Entonces, cada uno saludaría con la mano (para señalar el despliegue inminente de su paracaídas), miraría hacia arriba para asegurarse de no tener a nadie arriba, y entonces jalaría la cuerda.

“Tres, dos, uno . . . ¡ya!”.

Los primeros cuatro paracaidistas salieron, luego los seguimos Chuck y yo. En un salto de cabeza, llegando a la velocidad terminal, sonreí al ver la puesta de sol por segunda vez ese día. Al alcanzar a los demás bajando como un rayo, mi plan era darle al freno de aire al abrir mis brazos (teníamos alas de tela desde las muñecas hasta las caderas que creaban una resistencia tremenda cuando se inflaban por completo a alta velocidad) y dirigir las mangas y piernas acampanadas de mi mono directo hacia el aire que venía en mi dirección.

Pero nunca tuve la oportunidad.

Mientras me desplomaba hacia la formación, vi que uno de los tipos nuevos había llegado demasiado rápido. Quizá caer rápidamente entre nubes cercanas lo asustó un poco —le recordó que se estaba moviendo a unos doscientos pies por segundo hacia ese gran planeta allá abajo, parcialmente cubierto por la creciente oscuridad. En vez de unirse lentamente al borde de la formación, se había disparado, atropellando y haciendo que todos se soltaran. Ahora los otros cinco paracaidistas estaban cayendo descontrolados.

Además, estaban demasiado pegados el uno al otro. Un paracaidista deja un chorro súper turbulento de aire de baja presión detrás de sí. Si un saltador entra en esa senda, al instante aumenta su velocidad y puede chocar con la persona debajo. Eso, a su vez, puede hacer que ambos paracaidistas aceleren y choquen con cualquiera que esté debajo de ellos. En resumen, es una receta para el desastre.

Puse mi cuerpo en un ángulo y me alejé del grupo para evitar esa caída desastrosa. Hice maniobras hasta estar cayendo justo encima de “el punto”, un punto mágico en la tierra sobre el cual debíamos abrir nuestros paracaídas para un descenso tranquilo de dos minutos. Miré hacia un lado y sentí alivio al ver que los saltadores desorientados ya se estaban alejando el uno del otro, dispersando la aglomeración mortal.

Chuck estaba entre ellos. Para mi gran sorpresa, venía directo hacia mí. Paró justo debajo de mí. Con toda la caída del grupo, estábamos pasando la elevación de 2.000 pies más rápidamente de lo que había anticipado Chuck. Quizá pensó que tenía suerte y no debía seguir las reglas —exactamente.

No me debe ver. El pensamiento casi no tuvo tiempo de cruzar mi mente antes de que el colorido paracaídas piloto floreciera de su mochila. Su paracaídas piloto atrapó la brisa de 120 millas por hora a su alrededor y se disparó directo hacia mí, jalando el paracaídas principal en su funda inmediatamente después.

Desde el instante en que vi el paracaídas piloto de Chuck emerger, tuve una fracción de segundo para reaccionar. Ya que tardaría menos de un segundo en atravesar el paracaídas principal y, muy probablemente, chocar con el mismo Chuck. A esa velocidad, si yo le pegaba a su brazo o a su pierna, se los iba a quitar, además de darme un golpe mortal en el camino. Si chocaba directamente con él, ambos cuerpos esencialmente explotarían.

La gente dice que las cosas se mueven más lentamente en situaciones como esta, y tiene razón. Mi mente observó la acción en los microsegundos que siguieron como si estuviera viendo una película en cámara lenta.

En el instante que vi el paracaídas piloto, mis brazos volaron a mis lados y enderecé mi cuerpo para hacer una caída de cabeza, doblándome apenas a la altura de la cadera. La verticalidad me dio más velocidad, y el doblarme permitió que mi cuerpo agregara primero un poquito y luego una explosión de movimiento horizontal mientras mi cuerpo se convertía en una eficiente ala, pasando a Chuck a toda velocidad, justo enfrente de su paracaídas Para-Commander floreciente.

Lo pasé a 150 millas por hora, o 220 pies por segundo. Dada esa velocidad, dudo que haya visto la expresión en mi cara. Pero si la hubiera visto, habría observado una mirada atónita. De alguna manera había reaccionado en microsegundos a una situación que, si hubiera tenido tiempo para pensar en ella, habría sido demasiado compleja para que yo pudiera manejarla.

Sin embargo . . . la había manejado, y ambos aterrizamos bien. Fue como si, al presentarse una situación que requería de una habilidad de respuesta mayor a la habitual, mi cerebro hubiera adquirido, por un momento, superpoderes.

¿Cómo lo había hecho? En el transcurso de mis más de veinte años de carrera en la neurocirugía académica —de estudiar el cerebro, observando cómo funciona y operándolo— he tenido bastantes oportunidades para hacerme esta misma pregunta. Al final lo adjudiqué al hecho de que el cerebro realmente es un aparato extraordinario: más extraordinario de lo que podemos adivinar.

Ahora me doy cuenta de que la verdadera respuesta a esa pregunta es mucho más profunda. Pero tuve que pasar una metamorfosis completa de mi vida y mi visión del mundo para echarle un vistazo a esa respuesta. Este libro es sobre los eventos que cambiaron mi pensar sobre el asunto. Me convencieron de que, aunque el cerebro es un mecanismo maravilloso, no fue mi cerebro el que me salvó la vida aquel día, para nada. Lo que me impulsó a tomar acción en el segundo en que el paracaídas de Chuck comenzó a abrirse, fue otra parte mucha más profunda dentro de mí. Una parte que pudo moverse así de rápido porque no estaba estancada en el tiempo, como lo están el cerebro y el cuerpo.

Esta era la misma parte en mí, de hecho, que me había hecho desear alcanzar el cielo de niño. No es solo nuestra parte más inteligente, sino la más profunda también; sin embargo, durante la mayor parte de mi vida adulta no pude creer en ella.

Pero ahora sí creo, y las páginas que siguen te explicarán por qué.

•  •  •

Soy neurocirujano.

Me gradué de la Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill en 1976 con una especialización en Química y recibí mi M.D. en Duke University Medical School en 1980. Durante mis once años en la facultad de medicina y el entrenamiento de mi residencia en Duke, así como en el Massachusetts General Hospital y en Harvard, me enfoqué en la neuroendocrinología, el estudio de la interacción entre el sistema nervioso y el sistema endocrino —la serie de glándulas que liberan las hormonas que dirigen la mayoría de las actividades de tu cuerpo. También pasé dos de esos once años investigando cómo los vasos sanguíneos en una zona del cerebro reaccionan patológicamente cuando hay un sangramiento por un aneurisma —un síndrome conocido como un vasoespasmo cerebral.

Al completar una beca de investigación en neurocirugía cere-brovascular en Newcastle-Upon-Tyne en el Reino Unido, pasé quince años en la facultad de Harvard Medical School como profesor asociado de Cirugía, con especialización en Neurocirugía. Durante esos años, operé a un sinnúmero de pacientes, muchos de ellos con condiciones cerebrales severas que ponían en riesgo sus vidas.

La mayor parte de mi trabajo de investigación consistía en el desarrollo de procedimientos técnicos avanzados como la radiocirujía estereotáctica, una técnica que les permite a los cirujanos dirigir haces de radiación con precisión hacia blancos específicos muy profundos en el cerebro sin afectar a las zonas adyacentes. También ayudé a desarrollar los procedimientos de resonancia magnética guiada por imágenes que fueron fundamentales para reparar condiciones cerebrales difíciles de tratar, como tumores y desordenes vasculares. Durante esos años, también escribí y fui coautor de más de 150 capítulos y ensayos para revistas médicas revisadas por colegas, y presenté mis descubrimientos en más de doscientas conferencias médicas alrededor del mundo.

En resumen, me dediqué a la ciencia. Usar las herramientas de la medicina moderna para ayudar y sanar a personas, y para aprender más sobre el funcionamiento del cuerpo y el cerebro humano, era mi vocación. Sentía una suerte inmensurable de haberla encontrado. Aún más importante, tenía una hermosa esposa y dos queridos hijos, y mientras que de muchas maneras estaba casado con mi trabajo, no descuidé a mi familia, que yo considero ser la otra gran bendición de mi vida. De muchas maneras, era un hombre con mucha suerte, y lo sabía.

El 10 de noviembre de 2008, sin embargo, a mis cincuenta y cuatro años, pareció que mi suerte había llegado a su fin. Me atacó una enfermedad extraña que me dejó en coma por siete días. Durante ese tiempo, todo mi neocórtex —la superficie externa del cerebro, la parte que nos hace humanos— se había apagado. Inoperante. En esencia, ausente.

Cuando tu cerebro está ausente, tú también lo estás. Como neurocirujano, había escuchado muchas historias a través de los años de personas que habían vivido experiencias extrañas, en general después de sufrir un paro cardíaco: historias de viajes a paisajes misteriosos y maravillosos; de hablar con parientes muertos —hasta de conocer a Dios mismo.

Cosas maravillosas, sin duda. Pero todo, en mi opinión, era pura fantasía. ¿Qué causaba este tipo de experiencias fuera de este mundo que tales personas a menudo cuentan? No decía saber, pero sí sabía que estaban basadas en el cerebro. Toda nuestra conciencia lo está. Si no tienes un cerebro funcional, no puedes estar consciente.

Esto es porque, en primer lugar, el cerebro es una máquina que produce la conciencia. Cuando se rompe la máquina, la conciencia se detiene. Por más complicado y misterioso que sea el mecanismo de los procesos del cerebro, en esencia el asunto es así de simple. Si desenchufas la televisión, se apaga. El programa terminó, sin importar lo mucho que lo hayas estado disfrutando.

Así te lo hubiera explicado previamente a que mi propio cerebro se apagara.

Durante mi coma, mi cerebro no estaba funcionando indebidamente —no estaba funcionando para nada. Ahora creo que esto debe haber sido lo que ocasionó la profundidad e intensidad de la experiencia cercana a la muerte que yo mismo viví. Muchas de las experiencias cercanas a la muerte reportados ocurren cuando el corazón de una persona se ha apagado por un rato. En esos casos, el neocórtex se desactiva temporalmente, pero en general no registra demasiado daño, siempre y cuando el flujo de sangre oxigenada se restaure a través de la resucitación cardiopulmonar o la reactivación de la función cardíaca dentro de más o menos los cuatro minutos. Pero en mi caso, el neocórtex ni registraba. Me estaba encontrando con la realidad de un mundo de conciencia que existía totalmente libre de las limitaciones de mi cerebro físico.

Lo mío, en algunos aspectos, era la tormenta perfecta de las experiencias cercanas a la muerte. Como neurocirujano activo con décadas de investigación y trabajo en la sala de operaciones, estaba en una posición mejor que la común para juzgar no solo la realidad sino las implicaciones de lo que me había ocurrido.

Esas implicaciones son tremendas y van más allá de cualquier descripción. Mi experiencia me enseñó que la muerte del cuerpo y el cerebro no son el fin de la conciencia, que la experiencia humana continúa más allá de la tumba. Aún más importante, continúa bajo la mirada de un Dios que ama y se preocupa por cada uno de nosotros y por el destino del universo mismo y de todos los seres que lo habitan.

El lugar al cual fui era real. Real de tal manera que hace que la vida que vivimos aquí y ahora sea como un sueño en comparación. Sin embargo, esto no quiere decir que no valore la vida que vivo ahora. De hecho, la valoro más de lo que lo había hecho antes. Lo hago porque ahora la veo en su verdadero contexto.

Esta vida no es sin propósito. Pero desde aquí no podemos ver ese hecho —por lo menos la mayoría del tiempo. Lo que me ocurrió mientras estuve en ese coma es realmente la historia más importante que alguna vez contaré. Pero es una historia complicada para describir porque es tan ajena a la comprensión común. No puedo simplemente gritarla a viva voz. A su vez, mis conclusiones están basadas en un análisis médico de mi experiencia, y en mi familiaridad con los conceptos más avanzados de la ciencia del cerebro y el estudio de la conciencia. Una vez que me di cuenta de la verdad detrás de mi viaje, supe que debía contarla. Hacerlo bien se ha vuelto el deber más importante de mi vida.

Eso no quiere decir que he abandonado mi trabajo médico y mi vida como neurocirujano. Pero ahora que he tenido el privilegio de comprender que nuestra vida no termina con la muerte del cuerpo o el cerebro, lo veo como mi deber, mi llamamiento, contarle a la gente sobre lo que vi más allá del cuerpo y de esta tierra. Tengo ganas de contarles mi historia en especial a las personas que pueden haber oído de historias similares a la mía y han querido creerlas, pero no lo han podido hacer del todo.

Es a esta gente, más que a cualquier otra, a quien le dirijo este libro, y el mensaje contenido en él. Lo que tengo para contarles es tan importante como cualquier cosa que alguien les haya contado jamás, y es verdad.

About The Author

Photograph by Deborah Feingold

Eben Alexander, MD, has been an academic neurosurgeon for the last twenty-five years, including fifteen years at the Brigham & Women’s and the Children’s Hospitals and Harvard Medical School in Boston. He is the author of Proof of Heaven and The Map of Heaven. Visit him at EbenAlexander.com.

Product Details

  • Publisher: Simon & Schuster (April 2, 2013)
  • Length: 208 pages
  • ISBN13: 9781476735269

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